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sábado, 19 de febrero de 2011

RAMONCITO PARIS ALDANA

Ramón
No es lo mismo saber que estás allí y que mis palabras van a juntarse a tu copla, a tu risa y a tu abrazo, a tener que tramontar las rutas del viento, el agua y las estrellas fugaces para enviarte recados de frutamiel. No es lo mismo, Ramón, no porque te sienta ausente, porque estás para siempre sembrado en nuestros afectos, sino por las ganas que uno tiene de verte bailar al ritmo de las batallas de San Juan, en estos días de junio, en los que hace un año el padre río te llamó a cumplir funciones de tempestad.
No es lo mismo preparar amorosamente el libro de tus poemas y salir a celebrar juntos las titiriterías de tus versos por los manantiales del vivir, que desandar tus suspiros, la respiración que quedó prendida de tus papeles y hasta el sabor a muerte, que no nos revelaste porque sabías que haríamos ritos de agua, de luceros y de flor para espantarla. Ahora no estás aquí para preguntarte por los versos que se te quedaron sin echar velas, anclados en tu corazón de aguadulce y brisamar.
Es como no poder pagar la promesa, porque la promesa de alegría y de vida eres tú, venido desde tierras tocuyanas, remontando piedemontes, altas cimas y remansos de agua, hasta irte a abrir surcos de tierra barinesa, embriagado de atardeceres, enamorado de los ríos que no tienen fronteras para echar a correr su equipaje de lluvia, musgo, peces y guijarros. Y es como si una tristeza muy grande se anidara en el pecho, por la jugarreta que nos hicieron el río, San Juan y los dioses del tambor, al llevarte a las fuentes donde nacen los vendavales del cielo.






Pero sabes, Ramón, después de todo tú nos habías acostumbrado mucho a las ausencias. Tal vez preparabas desde entonces tu partida mayor o sabías que la tierra y el agua te llamarían a cumplir tarea de surco y semilla. Y por eso aprendiste a dejar mensajes con las rocas, los pájaros y las mariposas. Y escribiste tu historia en el interior de las maderas de una guitarra que tenía por cuerdas el piquito de un colibrí.

Así aprendimos a escucharte, a multiplicarte, a quererte. y hoy no es distinto el compromiso de hermanos que tenemos contigo, porque se trata igual que ayer de preguntarle al río la historia sencilla de los pueblos, preguntarle al canto la melodía que se aposenta en el corazón de los enamorados, preguntarle al camino por las riberas del combate que conduce a la consagración de la alegría.
Porque tu historia, Ramón, es la del río. Un río con corazón de guitarra, habitada de soles y cocuyos, de música y estrellas. Con anhelo de vencer todas las sequías, de ser regadío, torrente y manantial. Tu vida estuvo siempre ligada al río. A sus orillas y en su interior anclaste tus primeros sueños de ser piedra pequeña, pez y vendaval. Allí aprendiste a ser cauce y norte, y comenzaste a descifrar los misterios del agua. El trayecto desde la fuente hasta la sal. De la llovizna al rocío, de la gota que moja las altas colinas a los hilos de agua que va trenzando la madre de los ríos hasta hacerse tempestad. Entendiste, desde entonces, la necesaria conjunción entre la pólvora y la flor.

Advertiste que los ríos bajan del cielo para regalarle su agua dulce y cristalina a todos los hombres que habitan los pueblos nacidos a sus orillas y que tienen como misión bañar la tierra para que de ella broten frutos y granos, espigas y hierbas. Y comprendiste que así como el paso del río deja su estela, la injusticia se extiende en la casa del hombre, para quitarle el pan, el cántaro y la alegría. Y así te hiciste sembrador de amores, pescador de luceros en las noches y de cantos libertarios en el alba. El río te enseñó las rutas del combate, la perseverancia del soñar, la decisión de ser militante del vivir.

Así un buen día te vestiste de guerrillero, armado de las lecciones del agua. Y te fuiste a recorrer los lechos de los ríos de tu infancia, a remontar las filas y las colinas para descubrir el nacimiento de los pájaros y los confines del azul, para sentarte en la mesa de tus hermanos campesinos y dibujar en las noches anhelos de redención, días de lucha sin tregua, de huertos florecidos.
Allí, en esos montes, ejerciendo tu oficio de remero, escribiste tus Cantos del Silencio. Versos en los que el amor se prendía de cada una de las horas del batallar dejando los signos del porvenir, rescatando para la memoria, la historia y la vida, tanta muerte como dejó la sequía que imponen los hombres que no conocen la magia de los ríos. Allí trenzaste amorosamente los azúcares de un vivir que se nutre de lluvia, rocío y polen esparcido.
Recuerdo como si fuera hoy cuando me trajiste ese puñado de versos. En mi corazón tu silencio bordó un río de lágrimas. Era la canción eterna del amor enarbolando cada combate, venciendo cada muerte, aromando cada tristeza. Huellas de tus pasos que iban dejando señales de canto.
Porque jamás estuvo ausente de ti la canción. Pertenece a tu corazón como el río, como la sangre, como el suspiro. De canto y guitarra es tu andar. De copla y batalla tu tiempo. De música consagrada en los recintos del agua y del viento que queda atrapado entre los cueros de los tambores de todos los sones de negro, de todas las promesas que celebraste para cumplir con los ritos del pueblo. Tu paso, Ramón, es como escuchar una tonada. Tu decir amoroso está hecho de acordes tocuyanos. Y tu risa siempre tendrá las resonancias del río cuando canta su canción del agua en primavera.
El canto fue tu talismán, tu equipaje permanente, tu credencial y tu arma. El fusil en tus manos se hizo cuerda de guitarra, porque en su interior de pólvora y fuego lo que se alojaba eran los sueños de un mundo hecho de música. Aprendiste del río las claves de sol mayor, del pueblo tomaste la sinfonía que nace cada amanecer, en décimas enamoradas, parrandas y fulías, para vestir de flores de mayo la cruz, o para rendirle tributo a San Juan.

Por eso, Ramón, fuiste guitarrero de la vida, madera cantora, cuerda tensada en el dolor mayor de todas las derrotas que se hicieron lección para el mañana, temple para continuar cultivando los cascabeles de la alegría arrebatada, escuela de no haber claudicado jamás del canto, la batalla y la decisión de victoria.

Y así un buen día te hiciste agricultor. Sabías que tu vivir estaba ligado para siempre al canto y al río, y en el surco de las tierras barinesas encontraste cauce para sembrar el agua, para ver florecer las coplas, para soñar un tiempo multiplicado de espigas.
Desde niño divisaste los caminos que te enseñaba el río. Lección de horizonte, de cauce que va desde las altas montañas hasta los valles, en descenso hacia los mares. Razón de vida que se hace guía del agua, ruta de siembra, estación de peces, recinto de pájaros, calor de soles. Y el agua y el canto trazan sobre la tierra infinitos caminos a la vida. En ellos descubriste tus primeras sonrisas, en ellos inventaste tus primeros amores, y en ellos construiste tus anhelos de ser combatiente de la alegría.
Fuiste siempre fiel a esos caminos, porque cuando te salías de los cauces del río, era porque andabas abriendo trochas entre los montes, para que el manto de agua alcanzara los sitios secos y áridos. Tus pasos se confundieron con los guijarros y tu canto se quedó prendido en el susurro de los árboles, en las frondas de los cotoperíes, en el almácigo de barro que construye los cántaros y en el almacén de primavera que nos regalan las aves.
Por eso tu vida, Ramón, es conjunción de río, musgos, líquenes y tinajeros recogidos en tus noches guerrilleras. Canto que se hace camino desde la lluvia y el arcoiris hasta el pan y el vino, en tus días de ser sembrador de sueños. Bonguero de amor, guerrero de soles y rocíos que vas tocando campanas de dulzura, mientras combates la derrota, la muerte y los adioses. Fuiste perseverante en tu oficio de labriego que sabe que sólo en la transparencia del agua, en la vertiente cristalina del río, nacen la espiga y el grano. Y que sólo el viaje subterráneo desde la raíz a los ríos de luces, que nos regalan los mediodías, construye el vivir enamorado.

Militante de los altos manantiales, de los picos de los colibríes, del imperio de las cataratas y del acorde infinito de las cajas sonoras que resguardan las cuerdas de las guitarras cantoras, jamás las derrotas quebraron tus sueños revolucionarios. Y allí junto al río, la muerte quiso sorprenderte, bordando adioses en los caminos que tanto habías desandado. Pero ya eras cascada, ya te habías enhebrado en las cuerdas de un sol mayor y estabas cabalgando en los sones de San Juan. Dijeron que te fuiste a cumplir promesas de cuero y tambor, de canto y de flor, de pólvora y rocío. No había despedida posible para el viajero trotamundo. Tu corazón está hecho de polen y tu rito fue esparcirte en los lechos del río para hacerlo retoñar con los frutos de tu alegría.

De ese tiempo son estos poemas. También un día viniste con tu sonrisa a cuestas y la cantoría de tus palabras a enseñármelos. Era apenas una parte de los que ahora contiene este libro. Y supe por aquellas odas a la guitarra y al canto, que el ciclo del agua se completaba tan sólo para renacer en las infinitas dimensiones en que la vida se revela. Lo que no supe, Ramón, fue que aquel manojo de versos traía en sus alforjas una despedida intuida, un silencio mayor, un regalo de ausencias que tú querías llenar con todos tus recados, para no faltar jamás a la mesa de nuestros afectos, nuestras ilusiones y nuestro soñar.
Esos poemas, Ramón, son retorno al follaje, al lecho, a las fuentes, al territorio donde nacen los cantos. Vienes a lomo de una gota de rocío, con decisión de ser lluvia, oleaje y ave marina para juntarte por siempre a la naturaleza, a la historia del hombre rebelde, a los días del porvenir. Estación de primavera que echas al vuelo los pájaros de tu alegría y regalas al mar los barquitos de espuma de tus versos olorosos a pólvora y flor.
Y estas son tus señas. Una guitarra cuyas cuerdas son ríos. Un río cuyo cauce musical está hecho de cantos. Un camino que se abre en los innumerables senderos que conducen a los pueblos. En el centro, el hombre, espacio de agua, copla y espiga. Por ello, Ramón, tu vivir es la estela de un andar comprometido con la difícil labor y la gran causa del pueblo. Y este libro es como un viaje al interior del río; corno una estación de música, corno el andén en el que los pájaros bordan sus trinos, lugar donde se consagra el amor. Retorno que es vuelo, piedra y campanario. Sueños que se nutren con savia de roca y cordillera, con lunas y frondas, con peces y corales, para esparcirse con el aire y la luz sobre la tierra hechos de espiga y llovizna.
Ramón, cumpliste tu cometido de papagayo, tu deber de alegría, tu compromiso militante. Y los santos del tambor, los dioses del canto y de la flor, te llevaron un 24 de junio a los espacios de la brisa que echa al vuelo los sones de negro, la batalla tamunanguera. Barinas te pidió prestado a la tierra tocuyana. Pero las aguas de los ríos sonoros te regresan a cada sitio donde brota la canción enamorada de los combatientes por la vida. Y allí te encontraremos siempre, hecho música de agua, río de soles, manantial de siemprevivas.

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